Susana Villalba

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Veredas -  Susana Villalba

A Francisco Madariaga

No un conquistador

por la espesura,

nieve o caballos,

la adúltera huyendo

con su amante.

Una vereda

siempre tiene esquinas,

latas y papeles.

No,

la infancia no,

las casas

son iguales a veredas.

No un eremita sobre el acantilado.

Taconea,

baraja las palabras si camina.

Venir decía

ir de allí para acá.

Patrón de la vereda.

Faltaba esa página

en el diccionario,

olor de la furia del papel,

ese perverso rancio

agazapado

en un fichero de palabras,

estampillas,

mariposas,

clavada a una vereda

no.

En la infancia

no había bares.

Las palabras eran inoportunas.

Rancia voz de recitales

como una camioneta altoparlante.

Ocho bailes

tres cervezas

un sexo.

Me casaría con el dueño del bar,

la tabernera.

Mala muerte

en los umbrales.

Periódicos

signos,

cruza de vereda,

en ésta acecha su destino.

O está escrito:

rosa crucífera

en la villa blanca

de entredichos.

El domingo

no dijo que vendría

o iría

de allí para acá.

Ni laberinto

ni extranjería.

En un chico no todo es

aquí y ahora.

Desfiladeros de tiza

¿dónde van los trenes en la noche?

Ni manada de lobos,

olor del celo es un camino que se ignora en la infancia

o se simula.

La rosa de los vientos

espera una preñez de crucifijo

en los estambres,

en la punta de la lengua

el estigma,

malas copas de cenizas.

Ni caminos polvorientos

ni amatistas.

Ni azulejos en un baño

de vapor jabonoso entre los cuerpos.

Mantis

religiosa corta la cabeza

de su esposo,

el sexo sigue su saliva.

Impensable.

Ni mordida certera

sevillana

o colmillos de la luna

filtrando cascabel

al corazón de una palabra.

Inoportuna.

Sentada en la vereda

dando cuenta

de un cuadrado

que recorta ese árbol.

Cuadratura donde el círculo

se tumba

como un perro de veredas.

Ni estúpidos ladridos,

caminatas,

vuelta al perro de esa cita

de palabras.

El domingo descansaba en una espera.

Ni órdenes ni impulsos

de savia en dos sentidos.

Rosa abierta a la llama

que descienda

hasta rastrera.

Ni encarnada

perfume

o verbo conocido

babeado en los oídos o en un baño.

O en la carta que Joyce

envía a una mesera,

tocarse a la distancia.

No es lo mismo

una infancia que un destino

aunque se toquen,

una marca

o una huella en la espesura.

Ese domingo era un conjuro

de veredas.

Huevo de espinas,

madeja de sus ramas,

devora sus palabras

si el amante no acerca

su cabeza.

Piensa estambres,

potros negros,

cacerías

indecibles.

Me refiero a que escribía

y aparece ese cuerpo

alucinante

sin cabeza.

Un modo de decir

ni un cuerpo de palabras

ni un contexto

conocido.

El domador,

el molinero,

el mozo.

Un cruce de discurso,

veladura

de una lógica implacable:

yo escribía

y se cortó la luz.

Volvía del bar,

ese cuerpo dijo

¿Cacerías?

Ni siquiera.

¿Potros?

Sí.

Patrón de la vereda.

De allí para acá

y viceversa,

las velas se consumieron.

Dije sea

y se encendió la luz.

Quería escribir,

cómo explicarlo,

caballo negro

se levantó de pronto,

los cuerpos hablan.

La cabeza perdía

contexto,

pensaba:

¿por qué vive

en la misma calle?

¿Quién o qué se desplaza

por los cuerpos?

Tallador

de maderas,

tabernero,

hogar de perros callejeros,

el dueño de los mozos

y las cuadras,

un domador de cabezas.

Parecido al que en madera

talla un ángel negro

y al que yo esperaba

realmente.

Quiero decir como una reina

a quien le cortan la cabeza.

Cola de lagarto.

Nuevamente

salí a caminar,

cámara supina.

Prefería al constructor

de bares,

discurso estructurable,

y dijo el corazón para qué si antes y después

estabas escribiendo.

De allí para acá

terminan

en la misma calle.

Un espejismo no deja de ser

desierto.

El corazón no quiso decir

lo que pensaba

o no pensó lo que decía.

Ángel negro,

cada árbol

lucha por llegar hasta la luz.

Corazón retenido,

sol sediento.

Como gato encerrado

en un departamento

de policial neoyorquino.

La reina de corazones,

mantis religiosa,

tribunal de cabezas.

Revoluciones impensables

de los astros,

influencia mercuriana,

pies alados.

No, la infancia no,

un cuerpo que crece simulando

una cabeza que piensa

demasiado.

No sabe dónde esconder el cadáver.

Baldeaban a la puerta

de los bares,

un gato me saltó a los pies

sin pensar

que un gato es una fuga.

Ángel barcino

diciendo aquí tus pies

y las veredas:

No me pidas demasiado.