Susana Villalba

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La gaviota -  Susana Villalba

La precisión,

la cadencia

de fuego,

la sobriedad con que se apuesta

entre el sudor y el viento,

el arenado refracta la luz

que te revelaría inmóvil.

Calzar a la medida

el arma de tu cuerpo,

el peso exacto

del silencio,

de la hora, detrás de la ventana.

Podrías estar en un pueblo

de México,

Arizona,

hay algo en este hotel

donde ya no recordás

qué viniste a olvidar.

Ahora el viaje te persigue,

cada mañana escapás

de cada noche

anterior.

El temporal presagia un punto

en que nada quede

en pie.

¿Pero estarás aquí

cuando limpien la playa de restos

de tejados, pájaros

y botes?

Ya no se ven las casas

pero están

y las banderas de Texaco.

Vendrán a buscarte.

El bus te encuentra en cualquier sitio

en que te hayas perdido,

saben que no sabés

dónde ir, como el mar

impunemente

deja a su lado lo que mata.

Hazte hombre, decís

a un mar atento a tu voz

de alto.

Masivamente pierde su eficacia,

las guerras por millones,

los accidentes de miles

nos aburren.

La sal

opaca el vidrio,

el fondo que parece

emerger es previsible,

ensimismarse es engañoso,

culpable de suicidar

o seducir.

Llevo una bala entre los dientes

cuando beso,

tengo en la lengua el gusto

a metal de la Hotchkiss,

tus muertos gozan

un funeral de escarabajos.

En los baños de rutas

o estaciones donde hago el amor

sin desvestirme, yo sé

-decís al mar que rompe

las sillas de la rambla-

lo que es un corazón,

se macera en lo mismo

que lo pudre

que es su orilla.

Aquí estoy

y no llegas,

sólo un escupitajo,

un toldo desgarrado,

como un adolescente.

Me alimento de verte.

Podés confiarme ese secreto

deseo de matar despacio

y razonado como un hombre,

hacer de tu vaivén una estrategia.

Un cazador

inventa su animal para matar;

en cada huella ve su sombra

a punto de saltar

a la existencia.

La hiena ríe última

y sola

ante los restos.

No confíes en quien bebe

ante un vidrio,

ante tu corazón que persiste

en desplegar su botín de espinazos

hebillas, caracoles,

lo que creés abandonar

te delata

con su resaca de oros,

todo es memoria

en perpetuo movimiento.

Soy, como vos, el cuerpo

de la bruma,

su límite, ir

y venir por nada que comprendas,

haszte hombre, yo te diré por qué

se agita el mar.

Tu amenaza, decís,

empieza a ser monótona,

constante tu inasible

país, tu lengua

que promete rodar en la saliva

del destino,

acabar en el vacío completo

de sentido, es decir

no escuchar.

Ya ves,

soy la granada a punto de estallar

en defensa del amor

en el momento del amor.

El bus

parece haberte olvidado,

los barcos no salen hoy,

estás atrapado

entre cielo y tierra.

La voracidad de la gaviota

resiste en el viento,

un plomeo abierto,

convincente,

cae en el alféizar.

Abrís la ventana y la llevás

a la mesa,

sabés que el barman se molesta

pero sos extranjero.

Boquea, metés los dedos

en el brandy

y dejás caer gotas

en el pico,

se retuerce con un grito afónico,

golpea contra la mesa

el ala destrozada,

se pegan plumas en tu vaso.

Vendrán a buscarte.

Vendrá el bus y el mozo

tirará el cuerpo a la basura,

dejás tus restos,

cumplís tus pactos.

El mar ruge, ciego,

después de todo no mata

para ver,

no entiende nada.

Te levantás,

esperás que te encuentren,

cada día en esos cuartos

con olor a cajones vacíos,

a cepillos o navajas olvidadas.

Cada ventana abriéndose

a un camino

que baja siempre al mar,

siempre un cartel

que dice usted está

aquí.

Siempre un lamento de gaviota,

animal de petróleo y basura

y viento,

decís, dando la espalda al mar.

Una pasión de metralla

requiere el silencio del cuchillo,

la sorpresa

en el discurso, ser

y desaparecer en acción.

Soy el disparo.


De "Matar un animal". Buenos Aires. 1997