Daniel Calabrese

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Cortafuegos -  Daniel Calabrese

Ella regresa de sus vuelos por el bosque.
La luz del sol se levanta y borra
los caminos ya trazados por el hacha.

Todo es calma.
Nos rascamos la espalda en el alambrado
como los caballos,
hablamos de la vida no densa,
de los fatigados por el tiempo,
hablamos de los pájaros que se comían las migas
y de la tristeza urbana.

El hacha desea cortarme los brazos,
tiene la hoja sucia, el mango astillado,
la dejamos tirada a un costado, entre las piedras
y nos preguntamos quiénes somos.

Después de tantos siglos preguntando, ella y yo,
nos hemos convertido en buscadores.
Suena bien: buscadores de profesión,
estamos conformes con eso.

Pero cualquiera busca.
La perra busca, el aseador municipal busca,
el motociclista busca, el envenenado busca,
el bibliotecario, el zahorí.

Dejamos tirada una bolsa de herramientas,
una tijera de podar y los guantes.

Encontradores, tal vez, podría ser,
aunque no todos encuentran.
La perra encuentra, el aseador municipal encuentra,
el motociclista encuentra, el envenenado encuentra,
el bibliotecario, a veces el zahorí.

Y salimos a encontrar
una palabra imposible de hallar con esta búsqueda.

La perra destiñéndose con el humo,
parada ahí: perra negra, sedienta,
con la lengua afuera y rosada.

La vemos hasta que ya no la vemos,
porque hemos resuelto seguir por el sendero
y ella no se atreve.
Tiene miedo a perder su puesto en el mundo,
prefiere la vida exacta frente a una casa de cemento,
adentro de una esfera cerrada de sombras y olores,
porque más allá de esos bordes
comienza el abandono.
Ya no la vemos, pero se la oye aplaudir
en una poza de agua con su lengua
como con una pala de plástico.
Slap slap slap.

Seguimos viajando en esos caminos
que sólo se pueden recorrer bajo sospecha.
Rozamos las espinas, las telas de araña,
las piedras calientes, las babas del diablo.
Y aunque tenemos ganas de dormir
porque el sol agujerea nuestras cabezas
y se nos escapan los sueños,
seguimos adelante.

Todo lo que sucede
sucede entre nosotros,
como el calor, como los sonidos.

Se oye la raíz de los pinos taladrando la tierra.
Se oyen las sombras duras de los cuerpos
cuando pasan por los alambres y se cortan.
Se oye la perra, todavía,
como si tomara sopa a lo lejos.
Se oye la ruta que zumba en el fondo del olvido
y parece una abeja perdida.

Entonces vemos la tormenta de humo
que viene hacia nosotros
y empezamos a cruzar el fuego.
El cielo es un lago negro con un ojo de sangre,
los árboles se encienden.
La veo a ella, que está ahora en varios lugares a la vez,
mientras me quemo como un diario.
Ella, que es tan fría,
abre sus brazos y me apaga.

Hay otros sonidos.
El rotor de un helicóptero que abre la cremallera del aire.
El sonido de la lluvia acribillando el bosque.
El chistido del viento sobre las hojas en llamas.

Y hablamos nuevamente de la vida sutil,
de los matados por el tiempo,
hablamos de los pájaros que se comían la tristeza.

Buscamos la palabra exacta.
La encontramos, la perdemos, la volvemos
a encontrar caída entre la zarza,
ahí donde cayó el hacha cortadora.

Metemos las manos en un espejismo
y ya casi la decimos,
pero se imponen los sonidos cercanos de la ruta
donde pasan otros buscadores
y todo lo que sucede
sucede entre nosotros.