Abraham Sutzkever

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Mi salvadora - Abraham Sutzkever

Dime que te une a mí, luminosa abuela,

para esconder a un extraño en tu casa

y traerme, tan familiar y dulcemente, leche,

una piel de oveja para calentar mis pies,

pan tibio, sueño humano, y una sonrisa

como el canto de las arrugas de tu piel.

El viento tejía tiendas de nieve

y yo erraba como el viento entre ellas;

a mis espaldas me perseguía un mundo,

un mundo alzado contra el mundo,

mientras a solas por campos nevados

me calentaba con fulgores lobunos la osamenta.

Otrora hubieron madre y cuna;

hoy el hogar se hunde bajo nubes de guerra.

Me conjuré: Que sea lo que Dios quiera,

intentaré entrar a la séptima choza

en busca de una palabra consoladora.

Golpeo y comienza a rechinar la puerta.

Me recibiste con el halo de una vela

como si mi visita no fuera inesperada.

En un destello instantáneo se descubrió para ti

mi rostro y con el voluntad;

no te asustaron mi barba congelada

ni mi puñal al cinto, aguzado para matar.

Me excavaste bajo el umbral una cueva;

trajiste una lámpara de aceite y cobijas

con blandura de cabellos maternales;

aire e infancia que no tienen hora ni lugar,

y una hoja de papel como un brote de guinda

para que mi canto pudiese brotar.

Y cuando comencé a escupir sangre en el refugio

me cargaste en brazos hasta tu casa

me acostaste en tu cama, y de noche

llamaste un medico para que me curara;

y entre el ardor desmesurado de la fiebre

te vi de rodillas, con un crucifijo, al lado de la cama.

Después, tu compasión se me hizo una cadena;

la nieve no cubría las sombras del gueto.

En sueños me martirizaban pequeñas criaturas:

"-Trocaste nuestras lagrimas por pan y descanso."

Y en una noche de frío y luna,

camino del gueto me eche de nuevo al campo.

Pero tú me perdonaste la huída

y me traías pan incluso lejos de tu casa.

¡Hasta que un día legaste trayendo

lo que por tanto tiempo había esperado,

el sagrado alimento que cura y sacia:

entre la miga del pan, una granada!

Y cuando la granada apunto al enemigo

resplandeció ante mí tu bondad silenciosa.

Veía como me cargabas desde la cueva en brazos

por escaleras y puertas hacia un sol que quema...

¡y de pronto tu mano se tiende sobre la mía,

y la granada se arranca de nuestras manos y vuela!