Santiago Sylvester

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De "Café Bretaña" - Santiago Sylvester

EL tiempo cobra peaje a todo lo que ha nacido para durar.

Peaje a la belleza, al porvenir, al odio;

peaje a ese montón de pelo atado en la nuca de la mujer,

a la mirada del hombre,

a las palabras que se dicen, al sentido:

peaje aún sin saberlo,

como existen caminos aunque no vamos a ninguna

parte.

Ellos se han sentado allí, mesa de por medio, con la

intención de eternidad que aturde a todo lo transitorio:

solos y a la vez acompañados,

en estado de mudanza;

condenados a buscar cómo se sale de la contradicción.

El tiempo cobrando peaje es infalible;

y yo mismo, a mi pesar, sin ser el tiempo cobro peaje:

no soy el tiempo, pero soy el que mira.


UN golpe en una mesa,

y el hombre mira alrededor, sin éxito ni culpa, sólo con

el asombro del que, repleto de whisky, no encuentra qué decir.

La palabra, una autopsia: un corte transversal en el

cerebro;

y de este menoscabo del lenguaje se alimenta un época que cesa, no por agotamiento, sino por crispación:

el psicoanálisis concluye en epilepsia,

la semiótica esconde su abuso en la trastienda,

la fanfarria de la ciencia no logra descifrar sus

propósitos;

¿y qué haremos con la actividad de la palabra?

Un hombre ha golpeado la mesa, torpe la lengua y la

Mirada idiota,

y ha marcado el arranque de una nueva era:

él es su profeta,

una trompada en una mesa su huella digital.


NO tiene brillo ese hombre,

ni siquiera cuando toca el violín:

descascarado, pulcro, con la edad ya insegura: una pared caleada que muestra a su pesar las noticias del tiempo.

Ni brillo ni resolución: sólo un resultado.

Se acerca a cada mesa y deja allí flotando la mano con

que pide: la misma mano que sostiene el arco y

suelta ante nosotros fragmentos de Paganini,

aproximaciones y retazos.

Mano experta que, al aunar dos gestos, conoce la

distancia entre ilusión y derrumbe: mano que actúa

como si no supiera que esa distancia es ella.


ESTE sitio, como todos, es una excepción: mezcla de

estilos, huída de la naturaleza al sucedáneo, y saber

que esto (una excepción sumada a otras) es todo lo que podemos esperar.

La cerveza de ese hombre junta bilis;

una falsa rubia detiene demasiado su mirada;

ese codo en la mesa supone una teoría: soledad por puro

método, y un campo de realización que ha fracasado hace años.

Alguien cerca tose, cuenta monedas o juega con las

llaves;

alguien descubre un axioma imprevisto: con las mismas

personas se habla siempre de las mismas cosas;

alguien mira hacia fuera.

He aquí una amplia escena: elija usted el nombre, péguele

el rótulo, envíe el paquete a donde quiera; y por favor no agite el frasco, deje en paz el contenido.


DESPUÉS, ya veremos: por ahora

lo que conocemos del futuro es el presente.

Ese hombre afirma que nunca se irá de la ciudad;

su amigo, lo contrario: su tendencia a la huída.

Una joven, desdeñosa, se niega a perdonar.

Un hombre saca del bolsillo una entrada para el teatro.

Una muchacha, deslizada hacia la desgracia, sorbe un

café con la mirada en otra parte,

y en la mesa vecina un estudiante anticipa su porvenir.

Es fácil conocer el futuro: con sólo oír a esta gente, ya

sabemos su trama,

que no es sino una cita colectiva:

cuándo, dónde, con quién,

ese es todo el problema.