Ricardo Molinari

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Casida de la bailarina - Ricardo Molinari

I

Quiero acordarme de una ciudad deshecha junto a sus dos ríos sedientos;
quiero acordarme de la muerte de los jardines, del agua verde que beben las palomas,
ahora que tú cantas y bailas con una voz áspera de campamento;
quiero acordarme de la nieve que vuelve con la lluvia
para humedecer su boca de viento dormido, su luna abierta entre la yedra.
Quiero acordarme de mis amigos, !ay!, de cómo dormirá una mujer que he querido.
Baila, aliento triste, alarido oscuro. Lleva tus pies de acero sobre los alacranes
que tiemblan por las hojas de la madera,
golpeando sus tenazas de polvo
cerca de tu piel.
Baila, amanecida; empuja el aire con el calor del cuello, con la serpiente que conduces rota
en la mano enamorada y dura.
Yo estoy pendiente de ti, ensombrecido: tu canto me enfría la cara, me envenena el vello.
¡Qué haría para poder estar quieto,
abierto en tu garganta llena de barro,
hasta resbalarme por tu pecho, como una llama de rocío!
Baila sobre el desierto caliente.
Nilo de voz, delta de aire perecible.

II

Quisiera oír su voz que duerme con su narciso de sangre en el cuello,
con su noche abandonada en la tierra.
Quisiera ver su cara caída, impaciente sobre el amanecer,
junto a su viola de luz insuperable, a su ángel tibio;
su labio con su muerte, con su flor deliciosa, sumergida.
Así, ofrecido; luna de jardín, perfume de fuente, de amor sin amor;
¡ah!, su alto río encerrado vagando por la aurora.

III

Rosa de cielo, de espacio melancólico;
Orfeo de aire, numeroso, solo. ¿Quién verá
la tarde que contuvo su cara de hombre muerto?
Su soledad esparcida entre los ríos.

IV

Baila, que él tiene el cuerpo cubierto de vergüenza
y la lengua seca, saliéndole por la boca dulce,
como una vena perdida.
Yo pienso en él, y ya no me duele el silencio,
porque nunca estarás más cerca de la luz
que en su muerte. Su pobre muerte encadenada.
¡Ya se ve su sueño en el desierto!
Las altas tardes que van naciendo del mar, los pájaros con los árboles de las colinas, las gentes aún pegadas a las sombras,
a los ríos oscuros de la carne.
Su muerte, sí, su muerte, un poco de la nuestra,
de nuestra muerte sin premura. Ya estás ahí, solo como alguno de nosotros en la vida.
Duerme, triste mío, perdido, que yo estoy oyendo
el canto del adufe que viene del desierto.