Miguel Espejo
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Lisboa revisitada - Miguel Espejo
1
Desde Madrid, pensaba ir a Lisboa
para terminar en algo más profundo
que una desoladora estación de trenes.
Pensaba quizás en alguna copa magnífica del vino de O Porto
contemplando las siete colinas,
mirando exclusivamente el Tajo
en una especie de plegaria
transida de desmesura
para todo lo que está dado.
Una mujer decía en el tren garota
y el camarero no entendía.
Yo me abstuve de traducir,
me abstuve de recrear en mi cabeza
una muchacha fuerte
en sus muslos y en su entrepierna.
El tren se movía sin cesar
al ritmo de una piedad enorme
penetrando en los meandros de la geografía,
y yo no hacía otra cosa que beber cerveza
mientras buscaba alguna aventura desconocida.
Nadie parecía comprender esa palabra vulgar
pronunciada por un rostro trémulo
y no tuve ganas de explicarlo
y ni siquiera de imaginar
esos cuerpos lejanos de Río
o de algún otro lugar que me sobrepasaba.
Yo le hubiese pedido a ese rostro
que diferenciara algo del amor
algo de la indiferencia,
pero sólo es digno de tal tarea
aquél que dice un fragmento de la disparidad:
una brizna del trueno o un gran poema hecho de nada.
Insistía la mujer en denunciar que alguien
se había apoderado de su collar de perlas o de corales
en un desentendimiento
con el camarero y con el resto del mundo.
Quien se acerca a la distinción
entre la verdad y la mentira
tarde o temprano pregunta «¿quién soy?»
y se pierde en un laberinto.
Entonces supe el resplandor,
de pronto supe
qué significaban las innumerables garotas del planeta
a un paso del Tajo
y de mi desesperación.
Aunque no, no quisiera
hablar nuevamente de este horror.
Gruñidos y dientes lavan toda pierna.
2
Ya en Lisboa, me dijo una muchacha:
"Acuéstate conmigo".
La miré en la penumbra
con una desesperación mayor a la del Tajo.
«Estás enferma», dije
y lo negaron esos dieciocho años:
«Nosotras no tenemos Sida».
Fuimos a un hotel
cuando en realidad había deseado
ir a Lisboa como una forma de depuración.
Quería encontrar una pista de Ricardo Reis
más allá del año de su muerte,
algún rastro de Alvaro de Campos
confesando impertérrito:
«Nada me prende a nada.
Quero cinquenta coisas ao mesmo tempo.»
Había imaginado atisbar los signos de Pessoa
y ver paso a paso esos atardeceres
a orillas del Tajo, atravesado por el frenesí.
Todo se había vuelto una insensatez mayúscula
incluso ese débil intento de adherirme a aquéllos
que formaban parte de la Asociación de Amigos.
Ni Bernardo Soares me salvaba
de los antiguos vestigios del terremoto.
3
Silencio.
En la Praça do Comércio
se vendían bonetes de frutillas.
El verano se esbozaba
somnoliento en su decir
y las palabras escalaban la temperatura del desierto.
Crucé al otro lado del río
y hablé largamente con un marinero
que no sabía nada de Alvaro de Campos
ni de Ricardo Reis ni de Pessoa.
Me miró con una sonrisa irónica,
¿de quiénes hablaba?
Un encogimiento de hombros fue la respuesta.
Pero yo estaba del otro lado y eso era suficiente.
No me importó que el imbécil creyera que quería seducirlo.
De regreso, en ese estar tambaleante
como si alguien recitara un balbuceo,
encontré una mujer
que apenas tocaba el resplandor.
Una mujer colmada de aquiescencia
que alegre iba a la muerte
en un regalo de dos.
Mientras me dirigía a la Casa de O Porto,
temblé un poco por tanta ausencia descubierta
y busqué algo en el borde de las lágrimas
como un pacato ridículo.
Porque cuál, ¿cuál es la palabra adecuada
cuando el Tajo nos acecha?