Arnaldo Calveyra

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La siesta del domingo -  Arnaldo Calveyra

Entreabierto a las miradas, el pulcro panteón donde reposan, unos frente a otros, los miembros de una familia.
El sol que cae casi a plomo, penetra sin embargo en el inmóvil grupo. Aquí, a la
izquierda y por poco en el suelo, el padre. Sobre esa oscura encina, la madre. En el
tercer estante, el más joven de los hijos, muerto joven. A la derecha, las muchachas,
muertas de muchos años. En lo que es el piso, si se levantara de su argolla la losa, se
vería reposar, en el fervor de la penumbra, con los amigos que más tarde fueron sus
cuñados, los restantes hijos varones repitiendo el prolijo conjunto de arriba.
Pero hay una repetición más densa en la muerte: los hermanos mayores vivieron, aún
solteros, apartados de la casa por un enorme patio, hermoso como un bosque. En esas
habitaciones recibían amigos, tenían una guitarra.
Ahora, entre ellos mismos en severo desnivel, y debajo de los padres, de las buenas
hermanas, de su hermano más joven, descansan. Se diría que allá abajo, ocultos por la
pesada losa como antes por el bosque, siguen conspirando hermosuras, siguen fuertes en
la cacería nocturna, ajenos a la severidad paterna, a la inocencia pacífica, al candor
de los blanquísimos paños bordados.
Hay una repetición en la muerte. También la casa, cuando todos ellos estaban en la
tierra, permanecía abierta, y con los días festivos hasta el humo de la chimenea
despachaba limpieza. Ahora que la muerte recata la puerta y la entreabre sólo, todos
duermen la siesta campesina.

Del libro Iguana, iguana